Vidas robadas

Vidas robadas

iempre quiso tener un hijo. Ésa fue su ilusión desde que jugaba con muñecos de trapo y los arropaba con la inocencia de un infante, sí, pero también con la ternura y el cariño que sólo desprenden un padre o una madre. Pronto la vida le hizo entender, con sus reveses, con su bella crudeza, que tener descendencia no es algo tan sencillo como acunar un peluche, pero ella no desistió.

Cuando encarriló su vida, nuestra protagonista decidió que era el momento de quedarse embarazada. De cumplir un sueño. Le costó, tuvo que esperar mucho tiempo y vencer la ansiedad correspondiente, pero lo logró. Y los nueve meses de gestación tampoco fueron un camino de rosas… Eso sí, tanto el tiempo que pasó en cama, temerosa por la fragilidad de la criatura que crecía en sus entrañas, como el tramo final de esa maravillosa metamorfosis intrauterina, sirvió para estrechar el vínculo existente entre madre e hija. O entre madre e hijo. Nunca lo tuvo claro.

Ella le acarició durante meses. Le dio calor e incluso le habló. Pero el día que dio a luz un negro nubarrón se instaló sobre ambos. Apenas tuvo tiempo para ver algo más que su cara arrugada y escuchar su llanto. No llegó a tocarle.

– Señora, lo sentimos mucho, pero su hijo ha fallecido.
– No puede ser… Le he escuchado llorar… Le he visto… Él también me ha mirado… ¡Me ha sonreído!
– Lo sentimos, pero algo ha fallado a última hora y no hemos podido reanimarle.
– No es posible, Dios mío, no es posible… ¡Quiero verle!

Y nunca más le vio. Se lo sacaron de las entrañas y se lo arrebataron. Muerto o tal vez vivo.

La historia que acabas de leer me la he inventado, sí, pero no es un caso de ciencia ficción. Lamentablemente. Flor Díaz, representante de ANADIR (Asociación Nacional de Afectados por Adopciones Irregulares) en Euskadi que está recopilando información sobre el ‘robo’ de niños en nuestros hospitales, me puso el miércoles al corriente de la existencia de decenas de casos en los que los recién nacidos han desaparecido en manos ajenas. En algunos casos ni tan siquiera dejaron a los padres contemplar el supuesto cadáver. Ni siquiera a quienes tenían un panteón familiar en el que darle sepultura. A otros les enseñaron, desde la distancia, un bebé amortajado, irreconocible. Incluso me habló de niños congelados. Es bien sabido que la realidad supera muchas veces a la ficción.

Concretamente, Flor busca a su hermano mellizo. Su visita fue esclarecedora. La emoción que desprendía me permitió hacerme a la idea de la dimensión del drama que viven tantos paisanos. La perspectiva local de un dolor que azota a todo el globo, aunque desde la opulencia del mal llamado primer mundo pudiéramos pensar que es una desgracia remota.

Lejos de pretender desenmarañar la trama con una varita mágica, yo quería acercarme a sus víctimas, quería conocer sus angustias, sus preocupaciones, sus inquietudes, sus necesidades. ¡Qué menos! Las instituciones, y sus representantes, debemos arroparlas y prestar todo el apoyo que requieren. Y Flor tenía una solicitud preferente: ayuda psicológica para ella y para el resto de afectados. Esa ayuda se canalizará a través del servicio de asistencia a la víctima de mi departamento.

Fue un encuentro fructífero y reconfortante para ambas partes. Por eso me alegré posteriormente, cuando comprobé que Flor manifestaba ante los numerosos medios de comunicación que dan cobertura a este asunto que fue una reunión satisfactoria para ella. Que había detectado sincero interés por nuestra parte. Que se había sentido arropada. Que se le habían ofrecido soluciones. Y me alegré porque, realmente, no pretendía otra cosa.

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