Aún recuerdo con nitidez el día que presentamos ante el Parlamento vasco el primer informe con la hoja de ruta para el reconocimiento y reparación de las denominadas víctimas de vulneraciones de derechos humanos derivadas de violencia de motivación política. El 1 de diciembre de 2010 nos embarcamos en un viaje que pretendía cerrar el círculo de la memoria que se había iniciado previamente en este país con el reconocimiento de las víctimas del terrorismo y de la dictadura franquista.
No parecía una tarea fácil. Y, de hecho, no lo era. La desconfianza de unos y las críticas de otros situaban nuestra acción de Gobierno como una diana fácil. Unos pocos meses antes de nuestra esperada comparecencia parlamentaria, el entonces primer ministro británico, David Cameron, había pedido perdón por los terribles sucesos del Domingo Sangriento, ocurridos 38 años antes, en los que el Ejército británico había disparado a una multitud que protestaba pacíficamente, matando a 14 manifestantes. El Acuerdo de Viernes Santo, piedra angular del proceso de paz en Irlanda del Norte, se había firmado en 1998. Cameron acuñó entonces una frase para la historia: “No podemos defender al Ejército británico defendiendo lo indefendible”. Y tras reconocer el horror y negarse a justificarlo, subrayó: “Algunos miembros de las Fuerzas Armadas actuaron mal. El Gobierno es el responsable último de las Fuerzas Armadas. Y por eso, en nombre del Gobierno -y desde luego en nombre del país- estoy profundamente consternado”. Era su forma de reconocer el daño causado.
Euskadi e Irlanda del Norte se parecen más bien poco. Cada conflicto violento tiene sus raíces y sus respuestas, aunque detrás de todos ellos se esconden comportamientos totalitarios incompatibles con la democracia. Pero ese episodio me reafirmó en algo que para entonces ya sabíamos en nuestro equipo: que en el reconocimiento de las víctimas de excesos policiales era mejor recorrer el camino juntos. Que el consenso era un valor en sí mismo, una joya a preservar. Que si no forzábamos la máquina, podíamos completar la hoja de ruta que dibujaron en aquella comparecencia Inés Ibáñez de Maeztu y Maixabel Lasa.
Claro que había que llamar a las cosas por su nombre. Este ejercicio de memoria y reconocimiento a unas víctimas injustamente olvidadas por las instituciones no podía servir para blanquear el pasado de la izquierda abertzale que nunca ha condenado a ETA. Memoria inclusiva, sí; blanqueo de la sinrazón, nunca. Debemos admitir los tempos de los demás para reconocer el daño causado, algo mucho más productivo que la petición de perdón. Todo tiene su valor, pero admitir el daño causado tiene un valor político infinitamente mayor. Supone reconocer que no existe razón o excusa alguna que sustente la barbarie intrínseca que supone matar al que no piensa como tú. Ese mundo tiene pendiente aprobar su particular ley ética de claridad con el pasado.
Nuestra acción de Gobierno en esta materia dejó claro desde un principio que no había sitio para discursos equiparadores de realidades diferentes y mucho menos justificativos de ninguna violación de derechos humanos. No hay simetría posible. Pese a la interesada insistencia de un sector de las víctimas del terrorismo, este Gobierno nunca ha alimentado esa falsa teoría del “conflicto político” del que emanarían dos violencias paralelas: el terrorismo etarra y las vulneraciones de derechos humanos. Lo teníamos claro desde el principio: la existencia de ETA es incompatible con la democracia y, en democracia, los conflictos, los disensos, solo pueden ser abordados a través de cauces pacíficos y respetuosos con los derechos humanos.
“Tejamos complicidades, alejémonos de los prejuicios y los maximalismos, hagamos política con mayúsculas”, reclamaba en septiembre de 2011 en mi primera comparecencia ante la ponencia de víctimas, foro parlamentario que ha acompasado e impulsado nuestra decidida acción de gobierno. Hemos sabido ir de la mano: el PP ha estado informado de nuestros pasos, hemos demostrado cintura política en relación con el Gobierno central a la hora de visar el primer decreto, más allá de esporádicas declaraciones altisonantes producto sin duda del desconocimiento y no de la mala fe.
Todo ello ha permitido dar pasos de gigante: en menos de dos años hemos aprobado el primer decreto para reparar a estas víctimas. Yo misma he participado en varios actos de reconocimiento. La comisión de
valoración nacida al calor del primer decreto acaba de reconocer a las ocho primeras víctimas y ya he firmado las órdenes que repararán lo humanamente reparable. Llegamos muy tarde, sin duda. Pero os hemos visibilizado. Os hemos escuchado. Entrar en vuestros espacios íntimos, compartir vuestro dolor, vuestros recuerdos, el cómo marcó vuestras vidas la tragedia, me ha conmovido profundamente. Me habéis dado una lección de dignidad y coraje que me llevo para siempre conmigo.
Euskadi ha entrado ya en una nueva fase, la de asentar la convivencia. Ese debe ser nuestro empeño. No comparto con Borges su idea de que “el olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda”. Opino justo lo contrario, hay un deber de memoria. Entre el olvido y la memoria, las personas decentes no podemos tener dudas. Que el muro de contención que es hacer memoria de la mano de todas las víctimas nos blinde de tal manera como sociedad que haga imposible que la sinrazón o el totalitarismo nos visiten de nuevo. ¡Es de Justicia¡
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