Han pasado cuatro meses desde que celebramos el Día Internacional de la Paz establecido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, y nos vemos inmersos en la conmemoración del Día Internacional de la No Violencia, otra cita señalada en el almanaque. Difícil, casi una torpeza, pasarla por alto cuando una vive en Euskadi.
Más, cuando acabamos de despedir un año en el que la barbarie terrorista truncó las vidas y las ilusiones del inspector de la Policía Nacional Eduardo Puelles, de los guardias civiles Carlos Sáenz de Tejada y Diego Salvá, y de sus familias. Y es que, aunque nos pese, aunque nos invada la rabia, en este país hablar de paz implica emponzoñar los sueños de ideólogos de la no violencia como Mohandas Karamchand Gandhi (de cuya muerte se cumplen hoy exactamente 62 años), y espacios como el que ocupa este texto, con la hedionda sinrazón de ETA y de sus ciegos acólitos.
Obligados a ello por esta lamentable realidad, alcanzar la paz y la libertad son, junto a retomar la senda del crecimiento económico e invertir en conocimiento e infraestructuras básicas para los días venideros, los principales objetivos del Gobierno Vasco. Y es que todo atisbo de violencia, y de justificación de la misma, son palos en las ruedas que conducen el decidido afán de mejorar las condiciones de vida de nuestra ciudadanía y de preparar a Euskadi para el futuro.
En la Euskadi del siglo XXI no hay ninguna justificación para la violencia como instrumento político, ni para el chantaje, ni mucho menos para el asesinato. Lo dictaba el sentido común. Lo ratificó la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que avala la legalidad de la Ley de Partidos Políticos, y deja claro cuál es el límite para hacer política en Euskadi. E incluso a la mayoría de los seguidores de la llamada izquierda abertzale le incomoda el recurso a la violencia y a la amenaza, aunque el lenguaje encogido de sus líderes no aporte nada nuevo.
¿Para qué seguir sacudiendo Euskadi con el ariete de la barbarie? Después de muchos procesos de paz, y de otras tantas decepciones, es hora de que ETA, a quien la sociedad le ha ganado la partida, abandone definitivamente la violencia. Y de que esa izquierda abertzale dé un paso al frente y se haga mayor de edad. Ya es hora.
También es verdad que en nuestra democracia se han producido violaciones de derechos fundamentales por parte de otros agentes. Por eso, recientemente hemos alcanzado un acuerdo unánime en el Parlamento Vasco para reparar y reconocer a esas otras víctimas de violencia de motivación política, que también deben estar al amparo de la Ley.
Con esos cimientos, un Estado de derecho sólido y una decidida defensa de los derechos humanos, como he afirmado en alguna otra ocasión, debemos trabajar por un futuro en el que todos nos podamos mirar a la cara y reconocernos como parte de este país. Sólo así lo construiremos definitivamente, y sólo así construiremos la paz, tal y como la entendía nuestro recordado Fernando Buesa. Paz que exige renuncia a utilizar la violencia como instrumento para conseguir objetivos políticos. Paz que exige la desaparición de la violencia. Paz que requiere justicia para las víctimas inocentes de tanta barbarie. Paz que necesita reconciliación y oportunidades de reinserción para quienes causaron víctimas y daños. Paz fundada en la libertad de defender cualquier pretensión política por procedimientos exclusivamente democráticos.
Ojalá en un futuro bien próximo días como hoy sean indicados para repasar la biografía y desgranar el mensaje de Gandhi, para recordar la belleza de las canciones antibelicistas de John Lennon, o para lamentar únicamente expresiones de violencia remotas, en el tiempo o en el espacio. Pero actualmente la sangre nos salpica aún las caras, y las conciencias, en nuestra propia casa, y toca trabajar en la deslegitimación social y política del terror, y en achicar espacios de impunidad. Toca educar en valores, sembrar el respeto a las ideas de los demás y hacer pedagogía contra el terrorismo. Hasta su derrota definitiva.
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